Artículo
publicado el 20 de octubre de 1939, en la Revista Argentina, y firmado por
Julio Florencio Cortázar, profesor, graduado en letras en la Escuela Normal de
Profesores Mariano Acosta de Buenos Aires.
Escribo para quienes van a ser maestros en un futuro
que ya casi es presente. Para quienes van a encontrarse repentinamente aislados
de una vida que no tenía otros problemas que los inherentes a la condición de
estudiante; y que, por lo tanto, era esencialmente distinta de la vida propia
del hombre maduro. Se me ocurre que resulta necesario, en la Argentina,
enfrentar al maestro con algunos aspectos de la realidad que sus cuatro años de
Escuela Normal no siempre le han permitido conocer, por razones que acaso se
desprendan de lo que sigue. Y que la lectura de estas líneas –que no tiene la
menor intención de consejo- podrá tal vez mostrarles uno o varios ángulos
insospechados de su misión a cumplir y de su conducta a mantener.
Ser maestro
significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una
civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la
inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar su ser en
el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma
infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización. Doble
tarea, pues: la de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que
existen, embrionarios, en toda conciencia naciente. El maestro tiende hasta la inteligencia,
hacia el espíritu y finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser
humano. Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir asimismo el
hondo viaje hacia el interior de ese espíritu y regresar de él trayendo, para
maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de
belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es
fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro combate;
porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser. Enseñar el
bien, supone la previa noción del mal, permitir que el niño intuya la belleza
no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello. Es entonces que la
capacidad del que enseña –yo diría mejor: del que construye descubriéndose pone
a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros fracasa.
Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza primaria se
entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás
el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo
cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa
cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo
que se suele denominar «un maestro correcto». Un mecanismo de relojería, limpio
y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así
habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen estas líneas hayan
encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro que sentía su
misión; que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los maestros en la
Argentina.
Lo pasado es
pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores. Y la pregunta surge,
entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de maestros? De la
respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva generación, puede depender
el destino de las infancias futuras, que es como decir el destino del ser
humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al progreso.
¿Puede contestarse
la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta? Yo poseo mi respuesta, relativa y
acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo encuentro que el fracaso de tantos
maestros argentinos obedece a la carencia de una verdadera cultura que no se
apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces
en el recto conocimiento de la esencia humana, de aquellos valores del espíritu
que nos elevan por sobre lo animal. El vocablo «cultura» ha sufrido como tantos
otros, un largo malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el
que había leído mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito;
culto era el profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía
auxiliar. Ser culto era –y es, para muchos- llevar en suma un prolijo archivo y
recordar muchos nombres...
Pero la cultura es
eso y mucho más. El hombre –tendencias filosóficas actuales, novísimas, lo
afirman a través del genio de Martín Heidegger- no es solamente un intelecto.
El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y
sentido religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de sus
posibilidades surge la perfección. Por eso, ser culto significa atender al
mismo tiempo a todos los valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto
es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un
crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva
con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir
el íntimo secreto de un verso o de un niño. Y aún no he logrado precisar qué
debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá se
comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura: la
actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio
y de una amplia visión de la realidad.
Así tiene que ser
el maestro. Y ahora, esta pregunta dirigida a la conciencia moral de los que se
hallan comprendidos en ella: ¿Bastaron cuatro años de Escuela Normal para hacer
del maestro un hombre culto? No; ello es evidente. Esos cuatro años han servido
para integrar parte de lo que yo denominé más arriba «largo estudio»; han
servido para enfrentar la inteligencia con los grandes problemas que la
humanidad se ha planteado y ha buscado solucionar con su esfuerzo: el problema
histórico, el científico, el literario, el pedagógico. Nada más, a pesar de la
buena voluntad que hayan podido demostrar profesores y alumnos; a pesar del
doble esfuerzo en procura de un debido nivel cultural.
La Escuela Normal
no basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con gesto orgulloso su
diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo, ése es desde ya un
maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel y acaso falso; pero un hondo buceo
en la conciencia de cada uno probará que es harto cierto. La Escuela Normal da
elementos, variados y generosos, crea la noción del deber, de la misión;
descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer algo más que
mirarlos desde lejos: hay que caminar hacia ellos y conquistarlos.
El maestro debe
llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo exterior, y
estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates: he ahí las dos actitudes. Uno, la
visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el otro, la visión de
la realidad a través del cultivo de la propia personalidad. Y, esto hay que
creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce a sí mismo sin
haber bebido la ciencia ajena en inacabables horas de lecturas y de estudio; y
nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al deslumbramiento
de descubrirse a sí mismo. La cultura resulta así una actitud que nace
imperceptiblemente; nadie puede despertarse mañana y decir: «Sé muchas cosas y nada
más». La mejor prueba de cultura suele darla aquél que habla muy poco de sí
mismo; porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión; se es culto
cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los problemas
menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo cotidiano es lo
falso, y que sólo lo más puro, lo más bello, lo más bueno, reside la esencia
que el hombre busca. Cuando se comprende lo que verdaderamente quiere decir
Dios.
Al salir de la
Escuela Normal, puede afirmarse que el estudio recién comienza. Queda lo más
difícil, porque entonces se está solo, librado a la propia conducta. En el
debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene
es ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la voluntad
que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio, está la
razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros: debería
preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para adquirir
la cultura que poseen. «El genio –dijo Buffon- es una larga paciencia».
Nosotros no requerimos maestros geniales; sería absurdo. Pero todo saber supone
una larga paciencia.
Alguien afirmó,
sencillamente, que nada se conquista sin sacrificio. Y una misión como la del
educador exige el mayor sacrificio que puede hacerse por ella. De lo contrario,
se permanece en el nivel del «maestro correcto». Aquéllos que hayan estudiado
el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué pretendían o
qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos son ya
fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento . Pero yo he
escrito estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los
que abandonan la Escuela Normal con la determinación de cumplir su misión. A
ellos he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto
sacrificio ha de alegrarnos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro
existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo
perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte
que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.