Comala en Colima no es la que salió de unos párrafos de Juan Rulfo y, sin embargo, he visto esfumarse entre la bruma de un recuerdo la sombra silente de su ánima en pena. La silueta de un fantasma que vaga sobre un fondo de casas blancas, encaladas con harina, sobre un lienzo donde confluyen todos los verdes posibles; los murmullos que se escuchan cuando parecen volver a su insomnio vegetal de siglos como un montón de piedras.
Cuyutlán no es Aracataca en Colombia y, sin embargo, he escuchado la callada conversación que sostienen en su eternidad una pareja de enamorados que decidió vivir su luna de miel en medio de una ola verde. Cortina de agua revolcada que quedó como telón al filo de los rieles de la vieja estación de trenes donde esperan ya para siempre los viajeros entrañables, sin maletas. A lo lejos, he vuelto a ver la espalda de un volcán nevado en medio de los calores más intensos, con su nervadura de lavas rojas y su interminable falda de serpientes verdes, musgo eterno, hierba para siempre sobre la piel por donde se invierten los planos de la realidad: las carretas que desfilan en reversa, el agua que rueda hacia arriba… el mundo al revés donde las higueras extienden sus raíces desde las ramas, como dedos de una mano que quiere probar la superficie del suelo y jamás llegan a tocar Tierra.
Colima, otra vez para seguir la vida en párrafos, rendir cuentos como quien lleva el balance de un debe y haber no de números, sino de historias entrelazadas. Colima, otra vez que quien vuelve ya no es el mismo, sino duplicado; la ciudad que vive en páginas de todos los días su amor por la literatura: bardas con citas de autores incandescentes, frases que se leen en las ventanillas de los coches y poemas sueltos que versifican las calles; la única ciudad que yo conozca con plazas abiertas a la vegetación y a la navegación en línea: los estudiantes a la sombra de guayabos en flor flotando desde sus teclados por el Universo inmarcesible de todos los nombres del mundo.
La retícula antigua de una ciudad que no procuraba alzarse en descarada verticalidad, sino honrar la elegancia horizontal de los techos de dos aguas, tejas como tejido cerámico tostándose al sol, enmarcando patios anchos de sombras antiguas. Colima, otra vez de música en sinfónico calor y un cuarteto anónimo que improvisa la síncopa de una melodía que parece hipnotizarse a sí misma bajo la sonrisa de una Luna necia, la misma de todas las noches que hoy, por Colima parece nacer otra vez.
Vine a Colima porque me dijeron que aquí también conversaría con la sombra de mi padre y volver a narrar los párrafos de su memoria, de cuando mis abuelos vinieron a conocer el mar en calzones largos, largo el viaje del tren y larga la tira de arena negra, volcánica, milenaria que se extiende como cutícula larga hasta Tecomán. Las filas uniformes de palmeras, sus aretes de cocos en racimo y el acné espinoso de los cactos raros, como alfileteros vegetales en medio de llanos ocres, al pie de los cerros verdes que se arrugan a lo lejos como partituras para el mejor concierto del mundo.

Colima, otra vez para confirmar que uno ya no es el mismo, sino quizá mejor con los párrafos de vida feliz que se agregan a las canas y el recuerdo. Colima, otra vez para confirmar que una ciudad y todos sus paisajes como círculos concéntricos son cada vez más entrañables, reconocibles por insólitos, legibles en sus calles de asfalto derretido por el Sol, calles cuadriculadas bajo la soledad inmensa de la Luna entre sus mantos negros de estrellas interminables que ya no se ven en la Ciudad de México.

Cierro los ojos y volteo la mirada al mundo. Sueño despierto que el tiempo se alarga sin límites en medio de un parque de verdes enjaulados y flores de todos los aromas que han dejado correr a pétalo suelto. Escucho silencios en conversación de respiraciones… y espero que mañana, tal como hoy, se me conceda volver a Colima, otra vez.
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